CONOCERSE, LA HUMILDAD EN EL PENSAMIENTO DE SAN AGUSTÍN
Los antiguos filósofos relacionaban la humildad con la ignorancia, la debilidad o ser de baja condición; es decir, con lo que iba en contra del ideal de la excelencia. Así entendida, es normal que se rechace sin ate- nuantes. Más cerca en el tiempo, Nietzsche piensa que la humildad es la virtud propia de los esclavos incapaces de vengarse de sus amos (cf. Genealogía de la moral 1, 4). Para Max Scheler, en cambio, es la virtud cristiana más sobresaliente que nos abre a los valores y a la riqueza de la realidad.
En el Antiguo Testamento el hombre frente a Dios es polvo y ceniza. “Mi herencia son meses baldíos…
Recuerda que mi vida es un soplo, y que mis ojos no verán más la dicha”, se lamenta abatido Job (7, 1-4.
6-7). La privación y la humillación hacen al hombre más dispuesto a esperar la salvación que sólo puede venir de Dios. Pobreza y humildad están en la misma onda. La noción cristiana de humildad implica conocer la trascendencia de un Dios personal y nuestro estado de criaturas. En el cristianismo la humildad adquiere un significado religioso y tiene que ver con la dialéctica entre lo divino y lo humano, basada en el conocimiento de uno mismo como criatura dependiente con relación al creador. Por tanto, para el cristianismo la clave para el verdadero conocimiento de sí mismo está en la humildad y en el conocimiento de la dependencia que el ser humano tiene de Dios. El ejemplo de Cristo nos enseña que la humildad no nace tanto de la bajeza y pobreza, como de su grandeza y su amor que le llevaron a la humillación para salvarnos a todos. En el Catecismo de la Iglesia Católica se nos presenta la humildad como la base y disposición necesaria para una relación personal con el Dios vivo (cf. nn. 2540. 2558-59).
Aunque nadie dude que sea bueno reconocer los propios límites, fundamento indispensable del equilibrio psíquico y de la madurez humana, uno de los valores más olvidados o silenciados en nuestra cultura es la humildad. La cultura del poder y del éxito va por otro camino. Para Agustín, en cambio, tiene una im -portancia fundamental en la vida cristiana. Recordemos el famoso texto de la carta 118: “Quisiera, mi
Dióscoro, que te sometieras con toda tu piedad a este Dios y no buscases para perseguir y alcanzar la verdad otro camino que el que ha sido garantizado por aquel que era Dios, y por eso vio la debilidad de nuestros pasos. Ese camino es: primero, la humildad; segundo, la humildad; tercero, la humildad; y cuantas veces me preguntes, otras tantas te diré lo mismo. No es que falten otros que se llaman preceptos; pero si la humildad no precede, acompaña y sigue todas nuestras buenas acciones, para que miremos a ella cuando se nos propone, nos unamos a ella cuando se nos aproxima y nos dejemos subyugar por ella cuando se nos impone, el orgullo nos lo arrebatará todo de las manos cuando nos estemos ya felicitando por una buena acción. Porque los otros vicios son temibles en el pecado, mas el orgullo es también temible en las mismas obras buenas. Pueden perderse por el apetito de alabanza las empresas que saludablemente ejecutamos… Si me preguntas, y cuantas veces me preguntes, acerca de los preceptos de la religión cristiana, me gustaría descargarme siempre en la humildad, aunque la necesidad me obligue a decir otras cosas” (Carta 118, 22).
Agustín hace de la humildad un estilo de vida, una forma de ser y de relacionarse consigo mismo, con Dios y con los demás. La humildad es la virtud que nos sitúa responsablemente ante Dios y ante los demás. Nos lleva a valorarnos, a descubrir lo que Dios nos ha concedido y comprender su grandeza y nuestra pequeñez. Esta es la experiencia que se vio obligado a realizar el mismo Agustín para poder acceder a la conversión del corazón: “Y buscaba yo el medio de adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte; ni había de hallarla sino abrazándome con el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús… Pero yo, que no era humilde, no tenía a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa pudiera ser maestra su flaqueza” (Confesiones 7, 18, 24). Basta pensar en sus Confesiones donde desnuda su alma ante sus contemporáneos para darnos cuenta de su sencillo estilo de vida. Cuando el primado de Numidia convoca un concilio regional y le pone en un lugar destacado, le escribe diciendo que no quiere un lugar de privilegio (cf. Carta 59, 1). Confiesa que, desde su conversión, no aspiró nunca a puestos de honor en la Iglesia (cf. Sermón 355, 2).
La humildad es la virtud más destacada por Agustín y la vivida más intensamente. Uno de sus estudiosos
llega a decir: “No tenemos que inquirir largo tiempo sobre la virtud que practicó en grado heroico: esa virtud fue la humildad. Este espíritu, soberbio por naturaleza, fue un hechizador por su carácter sugestivo y comunicativo, pero su santidad se la debe a la humildad. Él mismo nos ha dicho que abandonó el neoplatonismo porque vio, súbitamente, en el cristianismo, que la sublimidad absoluta vino a nosotros en la humildad. En el Verbo hecho carne, la verdad suprema se hizo amable e irresistible, y hasta se puso al alcance de carpinteros y pescadores. Esto le conmovió, y este descubrimiento fue una de las mayores gracias de su vida. Agustín predicará hasta su muerte que el verdadero misterio de la fe es la encarnación, y que la primera enseñanza de la encarnación es la humildad. En adelante le parece todo vanidad, excepto el amor humilde” (Van de Meer, F., San Agustín, pastor de almas, Barcelona 1965, p. 20).
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